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Scroll

 

Unos meses atrás, una persona más familiarizada que yo con las redes sociales, decía haber pasado toda la tarde “haciendo scroll con el móvil”. No entendí a qué se refería. Me explicó que consistía en pasar de un contenido a otro sin apenas detenerse, utilizando Instagram, donde principalmente se comparten imágenes, y si acaso, a modo de acompañamiento, alguna frase breve.

La traducción más directa al castellano de este término sería “desplazamiento”. Y en efecto, en eso consiste.  Un tránsito ágil, un movimiento que pasa por multitud de elementos deteniéndose unos instantes en cada uno. Entonces, apenas una impresión que se esboza, quizá un “me gusta”; en la mayoría de ocasiones poco más que indiferencia. La atención se posa un instante sobre una imagen, y pasa a la siguiente, Como una piedra plana que se lanza contra la superficie de un lago y rebota. Solo que en este caso, pareciera que jamás se hunde sino que se desliza indefinidamente por una cantidad inagotable de contenidos.

Y de eso se trata: del deslizamiento, no solo sobre una superficie, sino más concretamente sobre lo superficial.

Por supuesto, las aplicaciones como la citada anteriormente, recogen y satisfacen los potenciales intereses de los usuarios. Pero también construyen, actualizan y alimentan una disposición en nuestro modo de acercarnos a las cosas y a las personas. Podría decirse que se nos ofrece lo que demandamos, pero también es cierto que se moldea el modo en que discurre nuestro querer.

En términos generales, parece que años atrás nuestro campo vincular era más restringido, tanto respecto a los objetos que teníamos a nuestro disposición como en relación a las personas con las que potencialmente podíamos establecer contacto. En fin, los objetos materiales eran menos numerosos pero nos acompañaban durante décadas; las relaciones de amistad y de pareja, o incluso las laborales, podían durar toda la vida.

Los patrones de consumo parecen haber asentado la tendencia a normalizar una continua renovación de  los bienes. En el terreno de los objetos materiales, parece haberse asentado cada vez más la vocación del usar y tirar. En el marco de las relaciones interpersonales parece estar sucediendo algo similar: avanza la mercantilización del interés por mantener contactos interpersonales (recordemos que Facebook, Whatsapp, Instagram o Tinder son empresas con ánimo de lucro), a la par que el discurso capitalista normaliza y favorece relaciones cada vez más parciales, breves e instrumentales.

En definitiva, parece que los vínculos pudieran plantearse en extensión, al modo del deslizamiento del que vengo a hablando, pero también pueden desarrollarse  en intensión.

Para experimentar los aspectos intensivos de una relación, hay que detenerse sobre un elemento, ser captado por su fuerza atractora, orbitar a su alrededor. Evidentemente se trata de vínculos muy diferentes, porque quien se detiene profundiza, se ve afectado en mayor medida por ese elemento: corre el riesgo de mancharse de lo otro, enredarse, conmoverse, que le pidan cuentas, le hagan regalos y reproches o que le salgan raíces. Pero  todo tiene sus riesgos. Para empezar, cesa la novedad continua y aparecen rutinas. Y con ellas, decepciones, incomodidades, malestares. Fidelidades y compromisos. Puede incluso perderse lo que se ama. Un horror.

Decía Neruda: “para que nada nos amarre, que no nos una nada”. Bien podría ser el eslogan de nuestros tiempos.

El ideal del discurso capitalista señala, no ya la posibilidad, sino el derecho, la necesidad de un placer pleno que discurra sin anomalías, sin desfallecimientos. Y eso sólo puede ser cierto, a condición de restringir la experiencia al instante, al instante de la fascinación imaginaria, que se presenta con mayor facilidad al abrigo de la novedad. Porque si esa supuesta imagen ideal se pone en juego en el discurrir del tiempo, pronto se revela decepcionante.

Así, frente al horror de un ideal que se desmorona o mejor aún, antes de que lo haga, pasamos a la siguiente pantalla. La incomodidad apenas dura un segundo, el tiempo necesario para que aparezca un  nuevo contenido.

Ese desplazamiento continuo parece entonces tener que ver con aquello que no marcha de los encuentros. En las relaciones con otras personas se manifiesta de un modo especialmente crudo. Existen varias aplicaciones que prestan sus servicios en el terreno sentimental. Por un lado aquellas que mediante no se qué algoritmo milagrosos encuentra a candidatos compatibles para desarrollar una relación de pareja. Por otro lado, las destinadas en concretar encuentros sexuales puntuales. ¿Qué ofrecen esas aplicaciones? Ahorrarse las molestias, las dudas, la angustia de ir cocinando una relación de este tipo. También, la posibilidad de desplazarse con comodidad por el catálogo de participantes, cambiar con facilidad, simultanear…

Es cierto que el cambio, que desplazar el interés hacia nuevas cosas es estimulante y  revitalizador. Sin embargo, hay experiencias que sólo pueden tenerse deteniéndose, no retrocediendo ante las primeras insinuaciones de dificultad.

El discurso capitalista promueve el individualismo y el narcisismo, la satisfacción autoerótica mediante el consumo, incluido el contacto con otras personas como si se tratase de bienes. También construyendo con sus prácticas y dichos un verdadero espanto ante lo compartido, la espera, las dudas o los desencuentros. Sin embargo, es muy frecuente escuchar sentimientos de vacío, tristeza y desarraigo en personas que aparentemente son ricas en objetos y que mantienen una enorme cantidad de vínculos tangenciales.

Quizá haya más alegría en lo intensivo que lo extensivo. Pero para disfrutarla, es ineludible atravesar la angustia que le es inherente, en lugar de pasar rápidamente a otra cosa.

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