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Angustia y jazz

 

Un comentario acerca de “Vive como un mendigo, baila como un rey”, de Ignatius Farray.

Hace unos días leí “Vive como un mendigo, baila como un rey”, una  biografía de Ignatius Farray, o más bien, un relato sobre el proceso personal y profesional que partiendo de Juan Ignacio Delgado, acabó dando como resultado a Ignatius.  

Hay en este libro un montón de anécdotas inteligentes y conmovedoras, reflexiones desconcertantes pero inspiradoras y multitud  de vivencias angustiosas, todo ello narrado desde una primera persona, que trasciende la vergüenza y se atreve a adentrarse en una enunciación verdadera, muy lejos de la textura lijada y barnizada de otras biografías.

Me  parece que es verdadera no porque tenga obviamente ninguna posibilidad de valorar si tal o cual cosas fueron de un modo u otro (¿a quién le importa eso?), sino porque a lo largo de todo el texto se palpa la angustia, propia y ajena. Lacan, un psicoanalista francés, decía que “la angustia es el único afecto que no engaña”, (Seminario X) y es experiencia de la clínica, que su aparición viene a ser indicador de que ahí el deseo de un sujeto está comprometido.

Sin el velo que da el pudor, habla de la relación entre Juan Ignacio e Ignatius, de cómo un chico tinerfeño que vino a estudiar cine a Madrid acabó siendo un cómico salvaje, que nunca ha querido, ni creo que hubiese podido, discurrir por las formas más amables para hacer reír. Porque en eso que hace para que brote la risa, hay turbación, embarazo, riesgo. Nadie está a salvo. No hay balas de fogueo. Y como dice en varios momentos del libro, es frecuente que en sus espectáculos haya daños colaterales. “La gente no se da cuenta de la cantidad de personas inocentes que un cómico debe ofender injustamente para aprender a medir eso. Es un trabajo de años. Un buen cómico debe proceder como un buen Macbeth: dejar el camino lleno de cadáveres para luego arrepentirse al mirar sus manos llenas de sangre y, a manos de otros hombres y mujeres, morir ejecutado como un monstruo lleno de arrepentimiento y sabiduría”. (pag.117)

Por supuesto, él mismo no queda a cubierto de estos riesgos, como un general que observa la batalla cuerpo a cuerpo a distancia. La carne que pone en el asador es en primer lugar  la suya.  Si hay dudas basta con ver el recorte del programa “La vida moderna”, en la que Ignatius acabó flirteando por teléfono con una mujer madura… para descubrir al final que se trataba de su propia madre.

A fin de cuentas, siempre han sido los comediantes o los chamanes quienes han cumplido el papel social de poner en juego la verdad latente.

El humor más seguro, y en mi opinión anodino, es el que se hace sobre otros. Siempre a una cómoda distancia del espectador, tanto física como simbólica. Sin embargo, no deja de ser sospechoso que algo aparentemente amable y supuestamente inocuo, o al menos escasamente tóxico como ingenuamente podría pensarse del humor, exija esas distancias de seguridad. Basta darse cuenta de  la legión de ofendidos que surgen ante cada chiste, para percatarse de que el humor es material delicado. Inflamable. Un buen chiste genera  intensidad,  conmoción, porque es a través del él, que algo del orden de la verdad, como decía, se pone en juego. 

Y en esto de poner una verdad en juego, insisto, a costa de su angustia y de la nuestra, Ignatius es certero.

Esa capacidad para hacer reír, a veces sin que queramos hacerlo, no es sin trabajo. Detrás de lo que pudiera pensarse como un puro caos, hay reflexión, referentes y por supuesto, guion. Pero una parte queda librada a la improvisación. Es en este sentido que las referencias al modo en que se produce el jazz me parecen especialmente interesantes: “Gracias a estas lecturas, empecé a acercarme a la comedia desde un punto de vista más teórico. Me fijé que la crítica del stand-up importaba mucha terminología del jazz, y un ejemplo de ello sería el término riff, tan característico para describir ciertos momentos musicales, pero que en stand-up es un leit motiv cómico, una idea inicial que se repite y desarrolla improvisando a lo largo de una pieza”, y un poco más adelante: “El padre de esa comedia es Lenny Bruce, un beatnik que empezó a hacer shows en bares de striptease y que es el primer cómico que, influenciado por el bebop, decide no contar el chiste, sino empezar a hablar sobre un tema hasta que el chiste surge de manera espontánea”. (pag. 63)

Eso que surge de manera espontánea, esa inspiración, ¿de dónde procede? No es desde luego el fruto de un razonamiento, no es un sujeto consciente que llega a la conclusión de que utilizando tal palabra en relación con esta otra producirá algo del orden del chiste. Es algo que con frecuencia surge en nosotros, pero a pesar de nosotros, sin nuestro permiso. Hay un saber que el yo no sabe, que brota en nosotros desde un escenario distinto a la conciencia. Ignatius lo llama los tentáculos de Shiva. Los psicoanalistas en general lo llaman inconsciente. Los psicoanalistas lacanianos lo llamamos “Otro”.

Freud toma el chiste, como antes hiciera con los sueños, los síntomas y los actos fallidos, para dar cuenta del modo en que el deseo inconsciente se articula, se pone en juego a través de los elementos del discurso. Descubre también que a través de ese proceso, algo se satisface. El chiste es placentero, porque en él hay básicamente algo de la sexualidad y de la agresividad que simbólicamente se desarrolla. Por eso produce, por un aparte culpa y por otra, enfado. 

Sin duda hay riesgo en dejarse hablar, en dejarse hacer, soltando las riendas del control consciente de nuestros dichos. Puede surgir por el camino algo incómodo: una esquirla de verdad que nos hiera o que nos avergüence. Pero también puede dar paso a lo más valioso de nosotros mismos.

La angustia con frecuencia nos paraliza. Nos inhibe de nuestros fines. No nos deja hacer con libertad, sino encorsetados por caminos que sabemos seguros. También, nos hace retorcernos al compás de los síntomas que causa, cuando no acertamos a darle cauce. Otras veces, y creo que es el caso de José Ignacio, nos pone entre la espada y la pared, nos empuja hacia el desastre… o bien nos conduce a producir un invento que nos permite valernos de su fuerza para crear un producto artístico. En este caso a ritmo de un jazz excesivo, intempestivo, a menudo sin camiseta, chupando pezones a diestro y siniestro, a grito pelado, al borde de la embolia o la imputación judicial. 

Por último, me gustaría destacar otro elemento importante de este testimonio de su trayecto personal, que es el modo en el que en su camino, y a pesar de las dificultades que confiesa para vincularse con otros, no hacen sino aparecer compañeros de viaje. Es gracias a esos muchos otros, incluidos continuamente en el libro, que en vez de quedarse padeciendo su angustia en solitario, sin poder darle un cauce artístico, ha podido hacer colectivo: desde “El fin de la comedia” a “El grito sordo S.L.”, pasando por “La vida moderna”: frente a la angustia, jazz con otros. Porque, entre otras cosas,  es gracias al sostén que encontramos en los demás, que la angustia no nos paraliza, no nos hace retroceder, sino que nos permite transitar por el deseo que hay latente en ella. Eso es bailar como un rey.

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