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El inconsciente, ¿existe? Por supuesto. (y 2)

He de reconocer que me demoré mucho con esta prometida segunda parte. Lo mejor será echarle la culpa al Covid-19 y, así, las verdaderas razones me las guardo para mí. Si en la primera parte evoqué el papel que ha tenido la suposición en la ciencia, ahora habría que meterse con qué quiere decir suponer el inconsciente. Con lo cual, además, podremos entender las ventajas que tiene y cómo funciona la clínica psicoanalítica.

Suponer el inconsciente es suponer que el llamado “ser humano” es la consecuencia de la incidencia del lenguaje en el cuerpo. Es decir, que nuestro organismo -un cierto organismo gregario- está determinado por el lenguaje y que, desde ese momento, se vincula a través de él. Desde el momento en que hablamos, ya sea como individuos o como especie, nuestro cuerpo deja de estar atado a la naturaleza y se comporta como un cuerpo imaginario, digamos. ¿Quiere decir esto que ya no funcionan los complejos procesos biológicos que conforman esa unidad orgánica que tiene nuestro cuerpo como objeto biológico? No, de ninguna manera. Pero quiere decir que toda esa complejísima estructura -que está lejos de ser totalmente comprendida por la Biología- queda bajo la égida de los símbolos. Funciona, de hecho, tomada por el lenguaje, poniendo, digamos así, su funcionamiento biológico al servicio de un orden simbólico.

Es posible que a alguien esto le parezca un disparate. Yo le sugeriría que mirara un momento su existencia cotidiana, porque allí encontramos la mejor demostración. Es obvio que nuestra vida es una existencia significativa, está regida por situaciones que son significativas para nosotros. No se reduce a comer y a procrear, como para los animales. Ellos viven casi siempre en una alternativa de vida o muerte, de matar o morir, de comer y beber y huir de los predadores -y eso en los superiores, en los inferiores es comer y procrear y poco más-. Para los humanos comer y procrear son necesidades que siempre están envueltas en situaciones que son significativas para cada uno. Sólo cuando las cosas van muy mal, estamos directamente afanados en la supervivencia y en las necesidades. Si no, comer es reunirse con los amigos o la familia en una comida elaborada, abrigarse es vestirse y hasta presumir con ello, procrear es la compleja cuestión del amor, etc., etc. Nuestra existencia gregaria, es decir: nuestras relaciones, está dirigida por estas significaciones, por los lugares familiares y sociales en los que nacemos. Por el relato familiar que nos precede y el que terminaremos desarrollando con nuestra vida. Vivimos menos en un hábitat natural que en un contexto simbólico. Donde nuestro placer y nuestro dolor, nuestras alegría y tristezas, nuestras emociones vienen determinadas por cuestiones que no tienen que ver sino lejanamente con nuestras necesidades fisiológicas. Tienen, en cambio, relación directa con todo este universo simbólico que nos envuelve como una red y que es consecuencia de la existencia del lenguaje, de que la especie humana habla. No que se comunica mensajes que son amplia e inmediatamente comprendidos por los congéneres, sino que introducen una ambigüedad constante y enriquecedora en nuestras relaciones.

De alguna manera, la Cultura lo sabe. “En el principio fue el verbo” o “el verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” dice san Juan en su Evangelio. Esto del lado de lo que la Religión dice, probablemente sin saber muy bien lo que dice. Pero, del lado de la Ciencia, se dice más o menos eso mismo, sin ir más lejos: Gottlob Frege, el lógico matemático alemán del siglo XIX, que es considerado el formalizador de la Lógica moderna, cuando demuestra, en su libro “Fundamentos de la aritmética” (Barcelona, Editorial Laia, 1975) que es el concepto el que crea al objeto -y no que existe el objeto y el concepto lo nombra- (no voy a extenderme en esto aquí, quien quiera investigarlo puede leer este artículo de M. Krymkiewicz). Pues esto es lo que supone el Psicoanálisis para el llamado ser humano o, mejor, el ser que habla.

Las consecuencias de esta suposición son muy amplias. Como todas las cosas tiene sus ventajas y sus desventajas. Entre las primeras, gracias a ella, los hablantes somos capaces de hacer chistes, recitar poesía, contar historias y, en general, hacer presente todo tipo de cosas que están ausentes. Claro que también somos capaces de matarnos unos a otros con medios mucho más devastadores que los de los animales. Por un lado, nuestra vida sexual es, por lo general, bastante más interesante que la de los animales, pero nunca se ha visto que un macho viole a unos cachorros. En fin, que no hay color cuando se trata de las posibilidades de la lengua humana, que enriquece nuestra existencia con su ambigüedad, pues nos permite decir una cosa y sugerir muchas otras. Porque nos permite decir más cosas de las que pretendemos y, así, hacernos más listos que nosotros mismos.

Sobre estas premisas se soporta la clínica psicoanalítica. Intentaré explicar lo que me indica la experiencia de una forma sencilla. El síntoma neurótico, cualquiera que sea, es un despiste del problema real -y uso esta palabra muy a propósito-. Es una manera de decir el problema, pero de forma tal que el real se vea despistado por otro imaginario. Alguien puede estar desganado, abandonando sus obligaciones y decir que está cansado, entonces viene uno que le dice que tiene depresión y le receta unas pastillas. Esto es una cosa que, si se dice así, entonces, toma esa consistencia, se convierte en eso, es la magia o la brujería de la lengua. Pero, gracias a la suposición del inconsciente, podemos afirmar que eso quiere decir otra cosa, aunque todavía no sepamos exactamente qué. Esto supone que hay otro sentido en lo que se dice, puesto que el significante -que constituye la unidad del sistema lingüístico- admite otras significaciones. Y, como no sabemos qué quiere decir, invitamos al la persona a la “asociación libre”, es decir a que diga lo que se le ocurra, contando, claro está, con que eso que se le ocurra estará relacionado con el problema. Y algo nos dice, porque algo sabe, aunque poner en juego ese poco de saber suele ser un trabajo torturante cuando se hace solo. Si se lo cuentas al psicoanalista, es un poco menos. Primero porque te obliga a organizar un poco el discurso. Cuando estás solo, muchas veces, interrumpes las frases porque lo que te estás diciendo te agobia, suples palabras por ruidos o imágenes, te vas de un asunto a otro sin terminar el primero, etc., etc. Todo lo que suele llamarse comerse el coco. Pero, sobre todo, cuando adviertes que el tipo o la tipa te escucha sin hacer juicios, que sólo le interesa el cuento, eso te tranquiliza mucho, porque no está pensando que te espera un destino siniestro, sino que es un asunto interesante de investigar. Lo cierto es que en el despliegue de lo que te va saliendo siempre terminan apareciendo cosas, por ejemplo, que poco antes de su estado actual tuvo un avatar sexual con una persona de su mismo sexo que lo tiene descolocado -no es un caso concreto el que tengo en mente, son por lo menos cinco o seis, jóvenes de ambos sexos-. Y ahí encontramos un problema real que, por lo general, es difícil de resolver. En algunos casos, irresoluble, como éste, por ejemplo, el de la sexualidad. Como se ve, la cosa cambia completamente de ángulo. Donde una pastilla cerraba y consolidaba, la apertura a ese saber que no se sabe -una buena definición del inconsciente- no consolida, sino que abre, flexibiliza y hace fluir. En el devenir de su palabra en la experiencia psicoanalítica esa persona disolverá prejuicios, cancelará conclusiones apresuradas, verá aspectos que no había considerado o que había considerado con otro sentido y encontrará otro síntoma -nuestra forma de estar en el mundo- más productivo, más auténtico, más amable, más fértil…

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