Artículo publicado en la revista digital Coencuentros
Distopía es un cuerpo
Las marcas de unas manos que se empaparon con tintes para fijarse sobre la roca de una cueva. Y Bisontes, caballos y ciervos. Carne y piel que no estaban pero que estaban, y siguen estando allí representadas desde aquel tiempo que llamamos prehistoria.
Y arena sobre los cuerpos muertos. Y ritos en su nombre y su nombre escrito en piedra.
Me gusta imaginar que la palabra escrita surgió con los ritos funerarios, un nombre propio en una tumba. Pero según lo que he podido leer no fue así, o al menos los restos más antiguos encontrados son marcas sobre tablillas de arcilla o hueso que representaban cantidades de un bien determinado. Al parecer se utilizaban como un modo de conteo e incluso de establecer contratos de compra venta. La escritura, por tanto, surgió de las primeras actividades de intercambio, es decir, de la economía.
Pronto se inventó la moneda. Al principio tenía valor en sí misma, no solo en tanto símbolo, en la media en que estaba hecha de un material preciado. Después esta correspondencia se abandonó, y pasó a tener mero valor simbólico, de intercambio. El valor de las mercancías es, hoy más que nunca, una cuestión radicalmente abstracta, muy alejado de una riqueza que se ciñe a bienes contantes y sonantes.
Y en esta sucesión de representaciones, más cerca de nuestros días, la fotografía y el cine, que no ya reprodujeron el mundo sino que lo volvieron a inventar.
La capacidad para generar y operar con representaciones es uno de los rasgos distintivos de los seres humanos. Representar supone simbolizar, sustituir un elemento material por un signo.
Recientemente aparecen los soportes digitales, que en mi opinión han supuesto un cambio especialmente relevante respecto a los soportes analógicos. ¿Por qué? Porque en los primeros existe una correspondencia material evidente. Un disco de vinilo o el negativo de una fotografía son el soporte físico del que emana ese otro producto, un sonido o una nueva copia impresa, respectivamente. Con lo digital, la correspondencia a una materialidad, si no abolida, al menos resulta conmovida. Y esta es la cuestión.
Las representaciones en la era analógica estaban en una correspondencia más directa, más evidente, con un cuerpo, animado o inanimado. La representación digital supone un grado más de alejamiento respecto al referente, pues una vez que un elemento es digitalizado, adquiere una autonomía respecto a la fuente original que no permiten los formatos analógicos. Pensémoslo desde cuestiones burocráticas. En la era analógica existían documentos en papel, elementos físicos, desde un contrato con una compañía de teléfono o de gas, hasta una receta médica, pasando por las entradas para el cine. En la era digital, todos estos elementos son sólo archivos, datos sin ninguna materialidad, una abstracción más lejana, un texto escrito en código binario. Desde luego, es un formato que introduce muchas ventajas, como por ejemplo la facilidad para la circulación y almacenamiento de los contenidos o la posibilidad de operar a nivel práctico con muchas cuestiones sin que se necesite de la presencia física. Pero también introduce perspectivas siniestras.
Es habitual en las distopías futuristas partir de los efectos funestos de los avances técnicos, bien por el lado de la robótica y de la inteligencia artificial, bien por el camino de la tecnología y sus aplicaciones políticas, por ejemplo la una exacerbación de las sociedades de control.
A mí en este caso me interesan aquellas que tiene que ver con lo que llamaré digitalización de la existencia. Tomaré como apoyo la novela de Michel Houellebecq, “La posibilidad de una isla” (2005).
En ella se explora la existencia de una mente, no exactamente idéntica a sí misma, que se implanta en varios cuerpos, clonaciones de un original, a lo largo de los milenios. El relato de vida de las diferentes encarnaciones establece una suerte de continuidad entre la existencia de todas ellas, diferenciadas por sus numeraciones, añadidas al nombre del primero. Este ser vive en una suerte de aislamiento, alejamiento físico respecto a otros, pocos, que viven igualmente estableciendo contactos únicamente digitales. Ningún cuerpo se pone en juego. No hay tacto. Ninguna voz humana suena en vivo, sino que aparece recreada a través de altavoces.
Lo digital, en definitiva sustituye lo material, lo físico, en cada vez más ámbitos. Y para muchos, es una oferta que reciben con alegría, o en la que se sumergen sin incomodidad.
Pero, ¿por qué sería preferible esa emulación de una materialidad? Porque la relación con el cuerpo es problemática. La angustia es inseparable de ser persona, por el simple hecho de ser un cuerpo. Dice Lacan en la conferencia titulada La tercera: “¿De qué tenemos miedo nosotros? De nuestro cuerpo. Es lo que manifiesta ese fenómeno curioso sobre el cual hice un seminario durante todo un año y que llamé angustia”. Lo físico, los cuerpos, el propio y el de los otros, hacen inevitable la experiencia a veces placentera, otras espantosa, pero siempre complicada, de una carne que late, excreta, duele y muere.
En mi opinión lo digital es uno de los refugios ante la angustia que suscita lo corporal. La imagen, lo imaginario, está en ascenso; Podría pensarse que es una manera de privilegiar lo físico, pero verdaderamente no hace sino escamotearlo. Evidentemente, el velamiento, el recubrimiento imaginario de aquello más crudo de la carne, es conveniente e imprescindible, pero el modo en que gracias a las nuevas tecnologías se está tratando y produciendo las imágenes, parece dirigirse hacia una inflación de lo imaginario, que nos enajene de lo corporal.
Las imágenes de lo corporal son un terreno cómodo precisamente porque se trata de un producto tratable, manipulable con todo tipo de cosmética digital. Se amolda dócilmente a nuestros caprichos, carece de la rebeldía, de la irresolubilidad de la carne.
No queremos ninguna noticia de la angustia, y es por esto que nos alejamos de los cuerpos. La utopía a la que nos encaminamos será la de un cuerpo inofensivo. Apenas habitado. Oculto a otros. Enrocado tras una pantalla, preservado de sus miedos. Seguramente sano; también, insulso como un mecanismo que funciona sin ruido ni temblor.
Pero tratando así el cuerpo nos convertiremos en una representación cada vez más ficticia, una fantasía digital, me temo que de mal gusto.
No hay mayor distopía que ser un cuerpo. Pero ¿dónde nos llevará la utopía de no padecerlo?
Quizá, seamos islas, en un archipiélago digital.
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