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Sonríe

La felicidad, en nuestros días, parece haber cristalizado como uno de los conceptos clave de nuestra sociedad.

Aparece no ya como un deseo, una aspiración del ciudadano, sino bajo una presentación que se acerca a algo así como la de un derecho del consumidor. Progresivamente se ha asentado un discurso en el que los objetos de consumo se proponen como aquellos elementos que otorgan la felicidad, equiparándose la satisfacción con ellos con un conjunto de significaciones que en suma, construirían una felicidad de gama baja, media o alta, según la calidad y cantidad de los productos. En definitiva, la felicidad se consigue comprando. Aquel que consume tiene derecho a obtener una pequeña parte. La felicidad plena parece un derecho, del consumidor, no del ciudadano, y si no se alcanza es toda una afrenta.

Raro es que después de hacer uso de cualquier servicio o la compra de un producto, no se nos invite a que rellenemos una breve encuesta sobre el grado de satisfacción con el que calificaríamos nuestra experiencia (como si cualquier vivencia fuese una experiencia). En no pocas ocasiones, por si tenemos dificultades o pudiera perturbar nuestra felicidad tomarnos el esfuerzo de utilizar palabras para ello, directamente se nos pide que elijamos entre diferentes caritas, convenientemente diferenciadas por la amplitud de su sonrisas e incluso con el color de los emoticonos: desde la sonrisa de oreja a oreja en un positivo tono verde a su inversa en un irritado color rojo. También se usan con frecuencia las conocidas cinco estrellas. Cada vez más servicios son juzgados por el número de estrellas promedio con que sus clientes lo valoran.

Pronto, como en aquel distópico episodio de la serie “Black Mirror”, nuestra condición de ciudadanos puede quedar radicalmente ligada al número de estrellitas que se nos otorga u otorgamos en cualquier interacción social: desde la atención recibida en la gasolinera, si aún queda alguien atendiendo en ellas, hasta nuestras relaciones de pareja.

La felicidad aparece también no solo como un derecho, sino como un imperativo: sé feliz. A todos nos parece evidente, intuitivo, pensar que el ser humano desea naturalmente, innatamente, la felicidad. Sin embargo, esto que llamamos hoy felicidad no es lo mismo que para otros seres humanos en otras culturas. Esto que hoy llamamos felicidad es el resultado, el sedimento, de toda una confluencia de discursos, poderes e intereses. Y una de las características fundamentales con las que se presenta es en forma de imperativo.

Las redes sociales son poco menos que una colectiva retransmisión de productos audiovisuales de producción propia cada vez más elaborados en los que se muestra enfáticamente nuestra felicidad: ¿El desayuno? Espectacular! Una experiencia autentica!.¿El running a las siete de la mañana? A tope de energía para todo el día! ¿mi jefe? Un crack del que siempre aprendo!. Emoticos sonrientes.

El malestar, en todas sus formas, desde la tristeza al aburrimiento está en nuestra cultura marcadamente patologizado. No en vano el conocido manual diagnóstico para enfermedades mentales DSM- V, extiende el calificativo de enfermedades mentales hasta límites que serían humorísticos, si no fuesen siniestros. Ante este imperativo de felicidad y este juego de espejos en el que todos somos felices para los ojos de otros, el malestar no puede ser sino una enfermedad, de la que a menudo nos avergonzamos.

Correlativamente a esta patologización del malestar se desarrollan, como decía, todo tipo de objetos de consumo que se proponen como capaces de hacerlo desaparecer. La mediación, los psicofármacos, se inscriben a día de hoy en este contexto.

Pero el malestar es una parte ineludible e inseparable de la subjetividad humana, cuya negación sólo en apariencia hace más fáciles o felices nuestras relaciones. No es en sí mismo ni una enfermedad ni una vergüenza, y en cantidades manejables, actúa como motor de ideas o acciones constructivas. Así, el aburrimiento puede ser la antesala de la creación; la tristeza un reacción absolutamente esperable y signo de salud mental; la angustia puede ser el indicador de que estamos frente a algo que deseamos, pero que no sabemos cómo hacer con ello. Igualmente, el enfado puede ser la condición de un vínculo genuino y la crítica sincera, el principio de un cambio.

Pero si es cierto que las citadas presentaciones del malestar pueden tener un destino favorable, no será sin hacerlas hablar. E incluirlas en un diálogo desde un lugar particular. No desde la queja de un consumidor, ni desde un individuo que se incluye en la lógica capitalista como si fuese una marca comercial más, que pretende maximizar sus beneficios; No en tanto cuerpo puramente biológico, cuyas funciones se encuentran mermadas, pero tampoco en tanto víctima inocente de una sociedad injusta.

Esa no es nuestra propuesta de trabajo; no porque se desoigan las quejas, ni se desprecie la condición biológica ni el contexto social, sino porque entendemos como prioritario para la disminución duradera del sufrimiento el desarrollo de una enunciación que en su despliegue incluya estas cuestiones y haga aparecer a un sujeto implicado subjetivamente en aquello que causa su dicha y su desdicha.

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