“En la noche, bajo el diluvio, un hombre, como un péndulo enloquecido, sale de su casa a la carrera, se para en medio de la calle, luego vuelve precipitadamente dentro de casa, y de nuevo sale fuera, y de nuevo recula hasta su casa, y parece que no dejará de hacerlo”. Baricco.
Va y viene, va y viene, con rapidez. Llueve fuera y sus ropas se mojarán, por sus gafas, imagino que las lleva, resbalarán las gotas, pero eso ahora no importa. Está buscando algo, más bien intentando retenerlo. Es el músico que sostiene ante el coro con el que trabaja que cada uno de ellos tienen su nota, personal, única. De la que dice que respira cuando ellos respiran, que les espera mientras duermen, que les sigue y nunca les abandonará. Es el músico que los insta a agudizar el oído y captarla aunque la vida haga un estruendoso ruido, a aferradla como una valiosa posesión.
Pero el músico no tiene su propia nota, se hace viejo y no tiene su propia nota, no da con ella. Pensaba que demasiadas otras notas resonaban en su interior, así no había quien la encontrase.
Y no era el único. Había bastantes otros como él, repletos de sonidos interiores; y en cada uno había texturas diferentes y tomaban forma de voz. La voz imperativa, la fuerza del deber y también de la prohibición, emparentada con la voz de la conciencia. Eso muchas veces lo llevaban más o menos bien, no dejaba de ser una ley segura que regulaba el margen de actuación en sus vida, pero en ciertos periodos, se volvía especialmente desconcertante, tortuosa, pasional. Por más que se afanaban, y lo hacían, vaya si lo hacían!, era en vano, no conseguían satisfacerla. Era, llanamente, imposible. La voz que los hacia un resto, un objeto en la relación con sus allegados, seducidos por ella se mantenían en ese equilibrio, puntualmente algo se trastocaba, la pieza se rompía si no conseguían de su gente que este efecto se produjese. La voz inaudible, donde, entre otras cosas, los raíles de lo temporal se habían roto y no podía discurrir; una voz que evidenciaba como ninguna otra que se trataba de algo distinto al sonido. “Esa carne que no se siente más en la vida, esta lengua que no llega a salir de su corteza, esa voz que no pasa más por las rutas del sonido”, dijo Artaud. Una voz que sin lugar propio venia de fuera.
No sé yo si aquella noche lluviosa el músico iba a conseguir cazar su nota… Quizás un inicio, un hilo del que tirar, quizás mañana si frente a un piano intenta reproducírsela a quien pueda escucharla, quizás no era exactamente la que él pensaba pero el escuchador pueda devolvérsela de otro modo, entre una cita y un enigma.
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