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Cuando uno habla, supone que hay otro que escucha. Luego puede haberlo o no, pero si uno habla de alguna manera lo supone (lo sub-pone). Haya o no alguien escuchando, uno igualmente tiene una suposición de a quién le habla; cosa que casi nunca se hace explícita, ya que ese otro supuesto está implícito en el estilo de uno. Por ejemplo, si le hablas a un ignorante, lo harás como un sabihondo.

En esta historia hay dos personajes: uno y otro y, en ella, uno habla y otro escucha.

El que escucha, por su parte, tiene “el poder discrecional del oyente”, esto es una manera más precisa de decir que el que escucha, escucha lo que quiere. De alguna manera, el otro tiene el poder de decidir lo que uno ha dicho; pero es un poder discrecional, es decir: “que se hace libre y prudencialmente”, según la R.A.E. Por lo tanto, se tiene libertad, pero con prudencia; no vale entender cualquier cosa. El mismo que dijo aquello del poder discrecional del oyente, dijo también que éste “recibe del hablante su propio mensaje de forma invertida”; que viene a querer decir que lo que se escucha es el mensaje que se está esperando recibir del otro -incluso cuando dice todo lo contrario, entonces será la ocasión de hacerle decir lo que dice “mi contrario”, no lo que realmente dice el otro, que siempre es misterioso y engañoso.

Este cuentito sobre la comunicación es una introducción necesaria al tema de hablar para un público. Debería ser evidente que no es lo mismo hablar para un interlocutor en una conversación privada que hacerlo ante muchos. Y si digo debería, es porque voy a señalar algún caso en que no lo es. El caso más evidente son las redes sociales o los diversos chats que abundan por internet. Allí es fácil encontrarse con alguien que habla como si estuviera en el salón de su casa con familiares o amigos íntimos, cuando lo que dice es “escuchado” por un número indeterminado de otros mayormente desconocidos. Además del anonimato, que tiene el efecto de limar cualquier prudencia en las conversaciones, hay una desconsideración del otro casi total. Después de todo, su cuerpo no está presente y no puede darme un puñetazo; en fin, no hace ni falta subrayar la cobardía del asunto.

La complejidad de hablar para un otro masivo, ya sea en internet, en la radio, en la TV, etc… es que ahí cada uno de esos muchos recibe su propio mensaje de forma invertida, es decir entiende lo que quiere con una prudencia muy variable. Es muy difícil calibrar lo que uno quiere transmitir y por eso los mensajes masivos tienden a ser esquemáticos, demasiado claros, sin matices. Cuando uno habla con un amigo tiene una noción bastante afinada de a quién le habla, a la vez que su presencia me da un retorno casi constante de los efectos en el otro de mi palabra. Esto ya es algo más difícil en un grupo de pocas personas, todavía un poco más difícil en un auditorio presencial amplio e imposible para un auditorio masivo y sin presencia corporal.

Escribir en un blog tiene algo de eso, aunque el auditorio real no sea masivo; lo es en potencia y nunca sabes quién va a leer lo que escribes y cómo va a entender lo que dices, si va a captar el matiz que le da el color a las palabras escritas. El sólo hecho de hablar en un medio de masas da por sí mismo un prestigio al hablante, aunque por supuesto ese prestigio resulte bastante resbaladizo; pero en cualquier caso genera una cierta responsabilidad. Y no que debamos plegarnos a los mensajes esquemáticos, al contrario, la responsabilidad apunta a decir bien, a no perder el matiz que siempre necesita la complejidad del tema que se aborde. Pero es mejor que no te entiendan a que te entiendan mal; aunque el malentendido es una condición necesaria de todo diálogo, si no se entiende demasiado rápido, el malentendido no será recubierto necesariamente por el sobreentendido.

Al final, el que habla es responsable de lo que dice, pero el que oye lo es de lo que entiende.

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