Desde hace ya más de medio siglo se viene hablando abiertamente sobre el desfallecimiento o la inconsistencia de lo paterno, de su declive, del no poder ya con el patriarca como ideal. Fruto de este malestar propio de nuestra época vemos aparecer en las consultas diferentes correlatos sintomáticos que cabalgan de la mano del aumento de: la insatisfacción, la frustración, el desengaño, la sensación de vacío y la alienación.
Por un lado, están quienes lo rechazan abiertamente apresurándose en querer superar ya la presencia que este mantiene muy vigente en el sistema económico y social en el que vivimos. Desde este rechazo, pretendiendo abolir así las relaciones profundamente asimétricas de dominación represiva y alienación que este orden conlleva, se termina obviando la existencia de las relaciones de poder que se dan en cualquier vínculo, al estar presentes también entre y dentro de cada estratificación social (clase, género, raza, etc) por la disparidad de sus miembros. Esta inequidad pone nuevamente ante nuestros ojos, nos guste o no, el acento necesario que debemos poner en las diferencias generacionales sin poder pretender borrarlas, si no pudiendo reconocer en ellas la importancia de unos orígenes. Pues solo reconociéndolos y reconociéndonos dentro de determinado ordenamiento que nos precede, estaremos en disposición de poder separarnos de este, de poder crear algo diferente que no nos deje atados a la mera reproducción de la tradición, de poder movernos también en otras dimensiones relacionales en las que primar los comunes sin escamotear las diferencias.
Por otro lado, están quienes en ese lugar mítico culturalmente reservado al Padre corren a colocar en su lugar a la Madre, en una suerte de sustitución que no viene a ser más que una mera reproducción de lo mismo desde la otra cara de la misma moneda, donde una nueva idealización devendría igualmente en alienación o en arrasamiento subjetivo. Esto no supone que tenga que ser el Padre el único agente capaz de ejercer la función de separar a la madre del hijo o de hacer de referente ético que aliente y acompañe sus deseos y le introduzca en la legalidad cultural a la hora de hacer del mundo un lugar que merezca ser vivido, pues podrá ser la propia madre o un tercero significativo siempre que incluyan sus propios deseos por fuera del hijx, autolimitándose, y los deseos propios de estx en el escenario que les causa. Se trataría más bien de poder separarse tanto de lo materno como de esa terceridad sin ver agotada la propia vida en lo familiar. Es decir, poder valerse de una trama triádica familiar, sea cual sea su tipología (a la vista está como resultado de los cambios sociales y de los avances de la ciencia que no hay un solo tipo válido), sin quedarnos encerrados en ella, para iniciar otras formas no exclusivamente verticales de relación conflictiva con el poder y otras maneras de ejercerlo.
Posibles salidas podrían darse ampliando nuestro marco referencial a través de profundizar en lo fraterno y en la amistad por fuera del individualismo reinante, temas para nada nuevos, pero sí denostados. Entendiendo lo fraterno y la amistad no como meras prolongaciones o desplazamientos de las servidumbres de lo familiar y sus correlatos políticos, sino como ejes de estructuración psíquica basados en el juego de alianzas y afinidades entendidas como una ampliación a lo largo y ancho del eje horizontal de la creación colectiva de lazos sociales. Siempre y cuando no olvidemos la responsabilidad de cada sujeto y la responsabilidad general entrelazadas en lo social.
En ese tiempo seguimos…
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