Hay múltiples situaciones donde el niño es objeto de abuso, es decir, es tomado como un objeto al que se utiliza, se anula, se maltrata, se ignora.
En el discurso social el término abuso está enfocado al campo sexual, sobretodo en la infancia.
Son actos contra natura que, con o sin violencia física, conllevan una violencia psíquica, un quebranto del desarrollo del niño, produciendo un estado de confusión, miedos, desconfianza, con tremendas secuelas para su vida. Para entender lo perniciosas que pueden ser estas conductas no se necesitan muchos razonamientos. El niño violentado va a necesitar una ayuda terapéutica y en esta tarea no se puede generalizar, hay que diferenciar caso por caso el daño causado.
Tampoco la acción perversa del abusador necesita argumentación, sólo condena, aunque se pueda, si así lo pidiera, escuchar y entender las causas de esta desviación y evitar repeticiones.
Una vez señalado esto, queremos nombrar otros tipos de abuso que no producen alarma social y que pasan desapercibidos hasta que el niño empieza a manifestar síntomas inquietantes. Sólo entonces los adultos, a veces, acuden a consultar.
Según el diccionario de la lengua, se produce abuso cuando se extralimitan las funciones. Aquí diríamos más bien que las funciones no se realizan o están alteradas en sus fines. Podemos hablar de abuso cuando, al no realizarse las funciones propias del lugar que el adulto ocupa respecto al niño, se instalan otros vínculos que dificultan, en mayor o menor medida, el desarrollo normal del menor.
Quizá el caso que más se aproxima al denominado abuso son los niños, digamos “usados”, es decir que vienen a reparar las frustraciones de amor, anhelos, ideales, etc. de las personas que se ocupan de ellos, generalmente los padres. El lugar otorgado a estos niños en la estructura familiar está en función de la necesidad del adulto, quizá no podemos llamarlo propiamente lugar ya que no les es propio sino complemento o proyección del Otro.
Cercano a ésto por lo que los adultos implicados se juegan de sus propios miedos, son los niños que están continuamente bajo la mirada vigilante del otro, que se adelanta a sus necesidades, incluso las crea para satisfacerlas. Así el niño, no llora, no protesta, no tiene necesidad de pedir y por tanto de expresar sus fantasías, preguntas, en definitiva de construir su mundo. El deseo de los otros suple el suyo.
Pero también ocurre muy a menudo lo que pudiera parecer el polo opuesto. Los adultos están muy ocupados en otras cosas y el niño se ve privado de la custodia de sus movimientos y sus actos. Puede presenciar igualmente escenas violentas o íntimas de los padres, de otros adultos, de la pantalla del televisor, u otras situaciones que le atrapan en un mundo ajeno de imágenes y excitación que ni entiende ni puede elaborar y le desubican del mundo propio de su edad.
No es nuestro objetivo establecer clasificaciones ni categorías, sino que, debido al trabajo con niños y padres, podemos hablar de las situaciones descritas, aunque existan otras muchas (castigos o trabajos desmesurados etc). No existe un modelo a seguir en la realización de las funciones parentales, éstas se van aprendiendo y desplegando en la propia interacción con los hijos. Son ellos los que hacen un padre o una madre, siempre que se les otorgue un lugar de existencia diferenciado. Ciertamente el adulto puede tener reacciones no deseadas en momentos puntuales, no se trata de sancionar cada actuación. El conflicto se instala cuando estas formas abusivas de relación entre padres e hijos son la norma. El menor está indefenso para protegerse por la dependencia hacia el adulto, por la confianza y el amor que le profesa. Pero también los padres están atrapados en esa relación producto de sus propios conflictos por resolver, a pesar de su convicción en un buen hacer.
Es necesario añadir que la relación de los padres entre si, el reconocimiento mutuo, es parte fundamental para sostener y ejercer las funciones propias como madre o como padre.
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