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Se dice que una buena madre es aquella que acoge afectivamente a su hijo, incluyendo a ese organismo en una trama simbólica y deseante a partir de la operación de prestarle significaciones de las que carece hasta entonces, y prodigándole los necesarios cuidados básicos de alimentación, higiene, etc., es decir, presentándole un mundo en el que integrarse.

Un buen padre también hace algo de esto, al tiempo que encarna otras funciones destinadas a la indispensable y siempre problemática imbricación entre naturaleza y cultura.

No es difícil acordar, al menos tentativamente, con estas aseveraciones aunque, en la práctica, no resulten ni remotamente ejercicios sencillos.

Las madres y padres –o los que estén ejerciendo esas funciones- se ubican como los agentes privilegiados de cambio en el desarrollo del hijo, acompañando el inefable influjo de lo que la naturaleza dispone.

Pero estas versiones de progenitores pronto empiezan a verse insuficientes, incapaces de resolver las encrucijadas en las que las subjetividades de sus hijos se ven inmersas, enfrentando a los padres, de un modo radical, con su propia angustia.

Éstos pueden defenderse intentando, desesperadamente, aplacar la angustia de los niños para, así, doblegar las propias. Pero el esfuerzo resulta infructuoso, promoviendo conflictos familiares, desbordes ansiosos, trastornos psicosomáticos y actuaciones diversas, es decir, síntomas que señalan esa imposibilidad estructural.

Lo que salta a la luz es la necesidad, por parte de las madres y padres, de concebirse como fallidos, esto es, sujetos que no pueden todo –y, por tanto, pueden algo- permitiendo por eso mismo que sus hijos vivan y se apropien de los procesos que deben enfrentar, resolviendo como puedan esas situaciones angustiantes que nadie logrará evitarles. Menos mal.

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