Decir enésimo es horrible. Y lo es porque hace desaparecer la cuenta de una lista en la que cada una de las asesinadas es una mujer con nombre propio, donde se cifra una vida única e intransferible y donde siempre hay un entorno destrozado que nunca es “n”, siempre tiene nombres propios. Sin embargo, es tan horrible como cierto, con la reiteración se produce ese efecto de “hemos perdido la cuenta”. Sé que hay quien la lleva y seguro que se puede precisar en cada momento, pero en buena ley no deberíamos precisar una cifra sino recitar los nombres de todas y cada una. Evidentemente, esto no se hará.
Pero hoy, ante la noticia de hoy -cuando esto se publique podrá ser el nombre de otra-, quiero dirigirme a los mayores responsables de esto, los hombres. En particular a los hombres que se inclinan sexualmente hacia las mujeres. Si hago esta discriminación es porque no estoy seguro de que en el caso de una pareja de hombres podamos hablar de machismo. No tengo datos serios de en qué medida y forma se producen allí las posibles agresiones y me parece que es un tema que habría que tratar aparte.
El asesinato es la culminación de un acto de violencia. Digo culminación con toda la intención, porque allí también algo se culmina, se concluye. Pero, también, porque es el punto más alto concebible de un acto de violencia. Lo que complejiza el problema es que el que ejerce una violencia lo hace porque siente que ha recibido alguna a su vez. Esa violencia puede ser totalmente imaginaría, pero el sujeto la percibe así y, en ese caso, suele ser el resultado de alguna violencia anterior que lo acompaña a lo largo de la vida. Por eso los niños golpeados tienen muchas posibilidades de convertirse en adultos golpeadores.
De ninguna manera trato de decir que un hombre mata a su mujer porque esta le ha agredido primero, prácticamente nunca sucede así. La violencia que el hombre recibe es mucho más insidiosa, es una especie de irritación ante algo que, en realidad, no comprende. No comprende, por ejemplo, por qué a una mujer, si lo ama, le gusta ponerse guapa y gustar a los hombres (no voy a entrar en cuestiones del sometimiento a las normas estéticas dominantes, hay muchas maneras de “ponerse guapa”). O, también, no entiende que el que ella tenga otros intereses no lo deja a él sin su lugar. O no entiende quién es ella cuando no es lo que él espera. O no entiende por qué lo deja. En fin, se podría seguir.
Claro que el problema no es no entender. Lo que nos desconcierta de los seres que amamos, siempre tiene un tinte de angustia y, por lo tanto, de malestar. El problema es entender demasiado pronto; el problema son las respuestas, no las preguntas. El que puede hacerse una pregunta ya es más fácil que no agreda; por contra, el que agrede, no aguanta la violencia que la pregunta le supone y responde enseguida: “es una puta”, “ya no me quiere”, “me engaña”, “tiene a otro”, etc… No hay manera de que en una relación no se produzcan desconciertos, momentos en que no entendemos lo que una mujer nos dice o por qué hace lo que hace. De la misma manera que no hay modo de hacer desaparecer la violencia de la vida humana. La cuestión es la forma que esa violencia adquiere. No es lo mismo quien puede transformar la violencia en interrogación que quien necesita descargarla inmediatamente y, por ello, conforme a las formas más primarias. La interrogación es una violencia, pero altamente simbolizada, que puede tratarse discursivamente; aunque se levante la voz, que no es lo mismo que levantar la mano.
Un tratamiento de psicoterapia analítica tiene esa función, permitir apalabrar mejor ese “golpe” que puede suponer un desconcierto. Decir mejor lo que nos pasa y lo que le pasa al otro. Sostener un tiempo la pregunta que todo malestar incluye, porque ello nos permitirá entenderlo mejor o, para decirlo con una paradoja, permite no entenderlo mejor.
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