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¿Son necesarias las normas? Categóricamente, sí, en tanto ordenan los intercambios humanos, tanto materiales como libidinales, haciendo posible la vida en común. De otro modo, imperaría la destrucción en cualquiera de sus manifestaciones.

Las normas provienen del estado, la institución, el orden social espontáneo, estableciendo qué se puede hacer, qué es mejor o más criticable, así como qué está prohibido y merece punición, ya sea material, moral o de privación de la libertad.

El campo más evidente lo constituye el del Derecho, evidenciado en la construcción de códigos, jurisprudencias y reglamentos, pero existen otras manifestaciones.

Los intercambios amorosos también se producen dentro de un marco simbólico de permisividades y restricciones, sancionándose como aceptables o reprobables determinados comportamientos; y siempre con algún tipo de exclusión respecto a la posibilidad de unión entre personas según sea su grado de parentesco, cosa que varía de una cultura a otra, y de restricciones, deberes y derechos según el estado civil del ciudadano.

Ciertas prácticas privadas –no susceptibles de punición ante la ley si son consensuadas- son, asimismo, objeto de enjuiciamiento, siendo significadas como “normales” o “desviadas”, tanto desde una perspectiva social como religiosa y científica. Lo que se hace en la intimidad de una habitación, lo que se dice en el secreto de la seducción, lo que se sueña y fantasea y lo que se acepta respecto a la libertad de acción y decisión del partenaire amoroso.

Entonces, parece evidente que resulta imposible no participar de imperativos e ideales sociales pero el punto clave radica en pensar si esto debería implicar una sumisión absoluta a los mismos. Abogamos no sólo por la posibilidad sino por la necesidad de restarse, en algún punto, a los designios que vienen de lo que Lacan designa como el Otro, en tanto lugar de los significantes que nos determinan. Un ejemplo muy bonito lo encontramos en muchas tabernas y bares de Atenas, en los que se fuma abiertamente bajo los carteles que prohíben hacerlo. Se podrá decir que esos actos constituyen una falta de respeto al prójimo o una perversión generalizada que habla de la decadencia de una cultura que dista mucho de ser lo que fue. Pero la gente se encuentra a gusto, participa de una costumbre anclada históricamente y no se ve obligada a coartarse por una exigencia poco razonable para ese contexto. En otro ámbito vemos cómo muchos sujetos, con gran fortaleza y valentía, son capaces de hacer algo con las voces que se les imponen y ordenan, así como poner en entredicho los usos y costumbres familiares, incluyendo los roles asignados y asumidos históricamente.

Sólo así, afirmando la posibilidad de una operación de resta de lo que, paradójicamente, nos constituye como personas, es que podemos construir algún acto de libertad que transforme lo instituido y habilite la instancia de algo novedoso en nuestra subjetividad.

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