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El drama de los “refugiados” (ya de una forma siniestra y criminal convertidos en “repatriados”) al que asistimos desde hace tiempo nos interpela en lo más hondo.

En esta reflexión no deseo analizar la naturaleza decadente de un sistema económico-político necrófilo y deshumanizante que no cesa de renovarse alimentando la dificultad creciente a la hora de establecer lazos sociales. Pero me gustaría reflexionar sobre varios elementos que le caracterizan y que devuelven esa mirada sobre nosotros mismos.

Enfrentados a la soledad, en un tiempo en que los ideales pareciera que no se sostienen, cada cual intenta desesperadamente buscar su identidad apoyándose en diferentes estandartes (en el caso que nos ocupa, Europa y los diferentes estados-naciones que la conforman) bajo los que cree poder identificarse “horizontalmente” con otros.

De una forma aparentemente contradictoria, la construcción de la identidad parece estar atada a la necesidad de la novedad constante, donde nada puede permanecer. Pasamos así de una noticia a otra, de una moda a otra, de una persona a otra, etc… perdiendo la dimensión dramática en favor de la serialización en pequeñas escenas recortables, almacenables, vendibles. Fantaseamos así guardar el anonimato dentro de la masa, sin reparar en la doble pérdida de subjetividad que esto conlleva.

Caemos en una suerte de “independentismo” marcado por una supuesta “individualidad independiente”(1) que sin embargo es cada vez más dependiente y plural, que cada vez hunde más sus raíces en la uniformidad parcelada de lo mismo (los diferentes nacionalismos dentro de un supranacionalismo o el “your fragance, your rules. Hugo Boss”). Una uniformidad pretendidamente individual e independiente que no sabe mirar más allá de sí, que necesita siempre de un “complemento” subordinado para garantizar su individuación (el “extranjero”, el “loser”) sin el menor cuidado por los vínculos.

Una vez que nos dejamos llevar por este exceso de identificaciones, nos vemos llevados irremediablemente a defender a ultranza nuestras fronteras (ya sean las de la distancia entre el otro y yo en nuestros vínculos más cercanos, ya sean las de la segregación o exclusión del extranjero, del diferente). Sin embargo, en este intento de salvaguardar nuestra zona de (in)confort, dejamos de reparar en que los peligros que creemos ver proviniendo del exterior responden a aquellos que albergamos en lo más íntimo, como aquello insoportable a nosotros mismos, sea en el plano individual (narcisismo en su vertiente mortífera) o colectivo (repetición del auge de los fascismos).

Frente a todo esto, frente a la barbarie que nos es íntima, la posibilidad de construir discursos y colectividades que nos amparen y faciliten el lazo social. Donde y desde las que dar “confianza a la diferencia, en lugar de sospechar de ella”(2), haciendo algo creativo con su multiplicidad desde los “comunes” compartidos. Para ello es necesario estar siempre atentos a las prácticas de poder que llevamos a cabo en lo individual y lo colectivo para no reducir la alteridad y/o la otredad a un mero objeto de desecho. Darnos cuenta de nuestras propias debilidades e impotencias, reparando en que son estas, y no otras, las que lo siniestro nos devuelve a modo de espejo.

Atrevámonos a la valentía de asumir “riesgos útiles” por el lado del amor en sus diferentes versiones, pues es en él y desde él que “el sujeto va más allá de sí mismo, más allá del narcisismo”.

(1) Almudena Hernando (2012).
(2) Alain Badiou (2009).

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