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Los hombres llegamos generalmente tarde al encuentro con la paternidad, cuando esta se presenta nuestro mundo se tambalea, perdemos el pie y tendemos a aferrarnos a posiciones previas que nos garantizaban poder seguir sintiéndonos “el hombrecito de la casa” o nos decantamos por la posición clásica del “pater familias”. Ambos lugares ostentan supuestos privilegios, pero también nos colocan en un espacio constreñido y finalmente vulnerable.

Dicha tendencia responde a una construcción histórica, social y cultural de las estructuras simbólicas de parentesco trasmitidas a través de las personas significativas de nuestra infancia (nuestras madres y padres o las figuras que cumplieron tales funciones) y que continúa tomando cuerpo en el seno de la propia familia a construir, asignando papeles bien diferenciados entre sus miembros (lo que pueden o no pueden hacer, lo que pueden o no desear, etc). Sin embargo, por fuera del cambio inherente a cada generación, actualmente dichas construcciones se ven atravesadas también por nuevos discursos (los feminismos y las luchas por la igualdad de género), todavía minoritarios, que ponen sobre la mesa la importancia de cambios generacionales de mayor calado que no tiendan a reproducir estas posiciones, sino que empujen a subvertirlas; a cambiarlas en pos de mayor co-responsabilidad.

Los hombres acuden a consulta por motivos diversos (problemas en el trabajo, en la pareja, etc) y en muchos casos, poco a poco, comienza a aparecer la dificultad para transitar hacia la asunción de su paternidad (sea porque se les presenta por deseo de sus parejas, sea por verse ya inmersos en ella) y lo que esta remueve entorno a su propia masculinidad. Atravesados de una u otra manera por los discursos contemporáneos antes mencionados (sintiéndose atacados, negándolos, confrontándolos o deseando en mayor o menor medida un tránsito personal en pos de una mayor igualdad), la paternidad se les vuelve problemática, no encuentran su lugar, se sienten perdidos, descolocados y sin rumbo entre una suerte de identificaciones contradictorias (“como bien decía mi padre o madre tal o cual cosa”, “pero yo no quiero hacer como ellos, quiero otra cosa para mis hijos”) y las elecciones que cada persona tiene que hacer (“qué padre deseo y puedo ser”).

En este tránsito hacía la asunción de la paternidad reaparecen a modo de defensas los supuestos valores atribuidos a lo masculino, que se presentan desde el mandato de “tener que poder con todo y mucho más”, sin posibilidad de falta alguna (a riesgo de ser tildados de poco viriles, de no ser “suficientemente hombres”). Entre estos territorios supuestamente a defender, se encuentran la lucha encarnizada por el poder, el saber, la esfera pública, el éxito y la heterosexualidad; desde la constricción de las emociones y su manejo por vía de la agresividad (“sé un hombre”, “eso es cosa de mujeres”, “sé fuerte”, “el hombre es el que lleva los pantalones en casa”, “te tiene cogido por los huevos, enséñale quien manda”, “no seas nenaza”). En definitiva, territorios que apuntan a la dificultad a la hora de relacionarse con otros desde lo colectivo, al exceso de importancia de uno mismo en rivalidad con los demás y al rechazo al otr@ diferente. Estos mandatos interiorizados de “lo macho” junto a los deseos o no de cambio personal, reflejan el carácter no “autoevidente” de las masculinidades contemporáneas y como las paternidades actuales todavía se entienden sin el recurso de la conciliación con la mujer o ni siquiera con la posibilidad de apoyo en los pares. Sin embargo, para poder ocupar el lugar de padres los hombres han de pasar por reconocer, aceptar y asumir lo que podríamos entender como su “parte femenina”, comprendiendo que siempre hay una pérdida, un “no todo lo puedo, ni todo pasa por mí, no estoy completo, necesito de otr@s” que a todo ser humano le es constitutiva, pudiendo así asumir su “deseo de paternidad”. Es decir, dejar de ser padres por y para los hijos (entendidos estos como objetos de prolongación o realización personal), sino con los hijos (entendidos como otr@s que, diferenciándose de los padres, tendrán que hacer su propio camino).

Entre todo este maremágnum de lo “masculino” que en tantas áreas aparece, reaparece en la consulta la pregunta en relación a qué es ser un padre, a cuál es su función. La función del padre no pasa ya por una vuelta a la omnipotencia y el autoritarismo, pero tampoco supone caer en el “todo vale” del padre-amigo que valida constantemente todo aquello que hace el hij@, renegando o asumiendo parcialmente su responsabilidad y su papel (“quiero poder disfrutar de ellos”, “mi única responsabilidad es que no les falte de nada, que vivan en un mundo sin problemas”, etc) cayendo muchas veces en una suerte de seducción (“para el poco tiempo que les veo no les voy a regañar”, “quiero que conmigo vivan el mundo que yo no viví”, etc). Es necesario entender que l@s niñ@s construyen los límites, las consecuencias de sus actos y su autonomía desde la relación que establecen con sus figuras de crianza. Por lo tanto, la función del padre pasa por ser una palabra que introduce en una filiación (para lo que se vale del apellido) y que da testimonio del mundo como un lugar habitable con su propio estar en este, que introduce en la cultura, que se ofrece como referencia (asumiéndose siempre fallido, sin garantías, no como un ideal). Pasa también por ser una palabra que pone un límite, un no que cierra puertas (la del acceso a la madre entre otras) a la espera del tiempo en el que su hij@ esté en disposición de atravesarlas o volver a cerrarlas en su encuentro con los otros, en la construcción de sus lazos sociales por fuera de los padres. Pero para ello es necesario que el ejercicio de autoridad protectora que desempeña el padre parta también de la dedicación de un tiempo de calidad, de unas pautas de crianza armónicas y sostenibles en el tiempo y de la previsibilidad del ambiente que les rodea en el que la/el hij@ ve reconocida su singularidad y evolución.

Por último, con relación a la otra parte en juego, a la maternidad y el papel que las mujeres dan a los hombres, apuntar en palabras de Marcela Lagarde que: “las mujeres tenemos que hacer una reflexión propia sobre las maternidades. (…) Porque entonces los hombres quedarán colocados en el lugar que pueden tener, no en el espacio obligatorio que tienen en la paternidad patriarcal. Que aunque estén ausentes, están. Aunque no existan, aunque no contribuyan, no den dinero, no cuiden en las enfermedades, son el padre. Nosotras necesitamos cambiarlo, no para decir somos todo. Sino pensar en nuevos modelos de convivencia y cuidados distintos, con solidaridad y con responsabilidad”.

Al fin y al cabo, tanto las madres como los padres son importantes, aunque no tengan la misma función. Pues como el agua y el alimento, siendo y cubriendo necesidades diferentes, en el caso que nos ocupa, ambos posibilitan que el hij@ se constituya como una persona por fuera de estos.

* Este escrito se centra en las paternidades heterosexuales, sin por ello restar valor, ni pretender invisibilizar la diversidad familiar existente en nuestros días. Fotografía de Malo: «La vie ordinaire dún homme invisible»

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