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“El espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas mediatizada por imágenes.”

(La sociedad del espectáculo. Gay Debord)

En la sociedad actual, donde impera la inmediatez de la imagen, se desdibuja la diferencia entre lo público y lo privado. Se hace de lo privado espectáculo, un bien de consumo donde nada parece estar prohibido. El sujeto queda fragmentado en una serie de fotogramas aislados o intenta fusionarse a través de los mismos en un supuesto relato que le atrapa y constriñe en eso que da a ver.  Se desdibujan los diques en una inmediatez cuya espacialidad y temporalidad se homogenizan bajo el imperativo del cambio perpetuo. Pero la consistencia viene dada por los que miran, por los otros convertidos ya en espectadores, con los que establecemos relaciones cada vez más distantes en una suerte de comunidad virtual.

Quedamos atrapados en nuestra soledad y confrontados a un profundo vacío, que nos devuelve a la individualidad hecha mercancía. Ante esto buscamos pertenecer a algo que nos exceda y nos permita un encuentro real con los otros. Como una posible salida, hacemos un llamado a leyes exteriores que nos orienten y amparen en lo social. Pero las leyes nunca nos recogen en su totalidad, siempre guardan cierta tensión con lo individual, con el caso a caso, pues conforman un sistema que pretende responder a un universal, a un para todos.

Este para todos de la ley pretende sancionar toda conducta que haga de los otros meros objetos, limitando así lo individual e inscribiéndolo en lo social. Pasando cada cual a ser responsable ante los otros, mediante la reparación o la sanción como medio de coerción.

¿Pero qué pasa cuando una sociedad admite que se haga de sus leyes un espectáculo mercantil a cambio de un puñado de votos, desentendiéndose de los derechos fundamentales? Que las leyes desdibujan sus límites, se reducen igualmente a una mera apariencia y se tornan especulativas. Dejan de dar seguridad respecto de la paridad en su cumplimiento. Recurrimos entonces a un intento ideal, furibundo y desesperado por restituir la pretendida totalidad de la ley, a través de la proliferación sin límites de leyes que intenten nombrarlo todo, tipificarlo todo, no dejando por fuera de sí ninguna falla propia del sujeto. Colocamos al sujeto como el enemigo de la comunidad, dentro de la comunidad; nos convertirnos en policías y jueces de los otros. Pero, como le ocurre al sujeto, ninguna palabra o ley puede llegar a representarle en su totalidad, ni le aleja de la responsabilidad, sea desde el alcance de su enunciación o por su desconocimiento.

El problema quizá sea que dicha deriva no va a la raíz de lo que está en juego. La necesidad constante de proyectarnos como objetos de consumo a través de imágenes, sin el recurso a un discurso subjetivo que nos permita la narración y el diálogo con otros. Discurso que introduce la diferencia, mediante el uso de nuestra palabra guiada por nuestro deseo, consciente o inconsciente, y sus consecuencias en lo colectivo.

Este cuestionamiento, su desvelamiento, su comprensión y la creación de discurso que permite el cambio, es uno de los caminos que se emprenden en psicoanálisis.

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