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Hace poco tiempo apareció un artículo en la edición digital del diario El País dedicado a los consejos que un preparador físico da para mejorar las relaciones sexuales. Empieza diciendo que lograr un encuentro sexual satisfactorio no es asunto fácil y propone, como medio para lograrlo y evitar que se transforme en una experiencia traumática, fortalecer el suelo pélvico para, de este modo, controlar los músculos implicados en esa zona y alcanzar un mayor placer.

Finalmente, apunta que “con estas prácticas la musculatura sólo se trabaja un 20% de forma voluntaria. Es durante el orgasmo femenino donde se da el verdadero entrenamiento pélvico: un 80% de los músculos entran en acción. El sexo es el mejor entrenamiento del suelo pélvico», mientras que “en el caso de los hombres es recomendable que ejerciten estos músculos concienzudamente antes de los encuentros sexuales. Para los hombres es más difícil tener el control durante el acto sexual, por eso es importante traer el trabajo hecho y que el sexo sea la forma de poner en práctica lo que ya se ha trabajado antes».

Se puede tachar el artículo de ligero, sin mayores pretensiones y, por tanto, no debería hacer mucho ruido. Pero me resulta curioso y digno de reflexión, en tanto aparece en un periódico de gran reconocimiento y, tal vez, venga a representar una concepción más extendida de lo que uno podría pensar, casi como un signo de nuestra época.

Por empezar, no deja de sorprender que se conciba el encuentro sexual como un ejercicio físico, lo cual, dicho sea de paso, pueda tener que ver con el aumento espectacular del “running” (anglicismo que sofoca al significante “correr”, de obvias reminiscencias sexuales) entre la población media. Se trata de cuerpos asexuados que se ejercitan y tienen un determinado rendimiento, sin que se ponga en juego ninguna subjetividad, ninguna historia, es decir, ningún deseo. Pero, a la manera de un síntoma que, siempre, esconde algún deseo, el experto termina aconsejando el sexo para mejorar el sexo, lo que pone en primer plano, inevitablemente, la idea de relación. Y aquí es donde aparece la complicación, ya que lo más difícil para las personas es, paradójicamente, aquello que más queremos y nos define, esto es, el vínculo con otros. ¿Cómo pensamos, entonces, al partenaire amoroso? El interjuego con el otro supone una estructura sumamente compleja, ya que se ponen en juego no sólo la atracción física mutua o el impulso pulsional sino el cruce de experiencias particulares y comunes, puntos traumáticos que insisten silenciosamente, así como imperativos sociales y familiares inconcientes que determinan un campo de posibilidades más o menos favorable.

Es en este punto, precisamente, donde se hace necesaria la operación de alguna palabra que dialectice este entramado que, de otro modo, queda en exclusiva del lado del trauma, es decir, de aquello que no logra ser integrado en la matriz de la subjetividad.

En definitiva, acordamos plenamente en la característica traumática del encuentro sexual pero, desde luego, no en la fórmula propuesta para sobrellevarla. Creemos que el fortalecimiento de ciertos músculos o cualquier otra acción imaginaria sobre el cuerpo puede ser saludable aunque, la experiencia viene a demostrarlo categóricamente, es condición la intervención del significante para que podamos hacer algo con él, lo cual supone concebirlo como un organismo marcado por la palabra, es decir, como un cuerpo sexuado.

 

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